lunes, 29 de abril de 2013

El paquete de Berrond

Tuve oportunidad de trabajar para el gobierno, o en el gobierno o por o desde... en fin. Trabajé unos años en una lúgubre oficina. Desprovista de luz, de aire y de otras cosas de la naturaleza que los seres vivos requerimos para casualmente eso, vivir. Había una planta. Eso sí. Un potus flacucho y esmirriado, que estiraba lo que podría ser su cogote, como para recibir una mísera pasada de sol en su desgraciada existencia.

En bizarra compensación a lo que faltaba, algunos excesos: bizcochos de todos los tenores grasos imaginables (e inimaginables tambien), limas de uñas, bandas elásticas, mugre, sillas sin una de las cuatro rueditas, abrigos olvidados eternamente... Aquí vale una reflexión con pretensión de hipótesis: cada vez me convenzo más de que en realidad quedaban ahí, como cónsules de la dignidad anónima de sus propietarios...
Claro, como si por la mañana estos personajes fueran poseídos por el aletargamiento invernal que le precede a una noche (ni hablar si fue de resaca) de sueño profundo. Entonces -yo me los figuro- intentando vestirse procurando el abrigo. A falta de ropa en condiciones -los motivos de esta carencia merecen también una construcción hipotética, aunque menos fundamentada-, acudiendo al viejo "agarro lo que venga, total es para abajo, ma´si...". Me los imagino también gesticulando una despreocupación arrogante, y pasando la cabeza por el agujero de la prenda seleccionada con tales rigurosos criterios, claro está. Gestos más, reflexiones menos, pero finalmente yendo a la oficina...
Una vez allí, y a luz día, o peor, a luz tubo, saltaba la ficha o se mostraba la hilacha. O el agujero, o el arratonado de los colores. O los estampados...

Pasaba el invierno, y el armario de las carpetas se convertía en un perchero de feria americana baratísima. El calor despiadado e incongruente con los -2°C justificaba que los abrigos se amucharan en recónditos espacios entre folios y cédulas, para configurar así una especie de triángulo de las bermudas, pero de bermudas posta. Para ir a la playa. Desde camisas de Versace y tapados de muertos, hasta sweters navideños, había de todo.
Como todo en ese lugar, el aire acondicionado también ostentaba la locura acéfala de caprichos tácitos. Nunca dejé de preguntarme quién era el responsable del cuarto de máquinas. Bah... "máquinas", Como sea, había un alguien que apretaba algún botón que subía y/o bajaba la temperatura.
Un día se zarparon mal. Y una compañera muy cool, se aventuró a ponerse - como "para estar adentro"- alguno de los abrígos huérfanos. Azul, enorme. Evidencia textil de los 15 kilos de descenso de uno de los noti-muchachos. Quedó forever ahí.
Y ahí empezó un humorada sin fin. Tan eterna como los sweters de Zenon, como el pantalón marrón y la remera rosa de la foca, y como los animal print de Estelita. Y las polleras evangelistas de Laura.

Tarde team, esto es por de y para ustedes. Que también son eternos.
Los quiero y no los olvido. Como al paquete de Berrond!