viernes, 4 de mayo de 2012

Ahora ya pasó, pero tampoco me olvido.
Aunque admiro el temple de acero de mis amigos, que más que de hierro, son de fuego. O de todo. o de más.
Si de repente me dijeran que hay un incendio o que hay que cruzar el río, o esas cosas a las que uno  juega cuando niño tan fatales y horrosamente divertidas, yo lo salvaría sin dudarlo.
De cualquier cosa, si pudiera. De lo que sea.
No pude salvarlo, y me deshago en una omnipotencia estúpida que a lo único que supo llevarme fue a la nada misma.
Primero, del descarno de la incertidumbre, que siempre es más poderosa que cualquiera de las certezas.
Y después, ante lo inminente de lo inevitable, atada de manos y pies.
El alma en pedazos, cuando el dolor de otros duele más que el propio. No tuve palabras. Ninguna. 
Todos los deseos de que al otro día volvieramos a reírnos de nosotros mismos, como siempre, como si nada.
y así fue.
Así es.
Corto el teléfono y agradezco tu presencia en mi vida. 
Acá te lo escribo (como puedo).

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