miércoles, 9 de mayo de 2012

Uno

Enganchar palabras para poder hablar un poco de él, es un acto sin fin.

Podría pasar horas y horas... y abochornarlo ante sus amigotes (como ya lo he hecho en alguna que otra ocasión).
No voy a excederme. O al menos intentaré automoderarme.
Pero no puedo no hablar de él. No hay un día en el que no lo mencione. A quien sea, y con cualquier motivo.
Así como mis abuelos merecen un capítulo especial -que aun les debo- él merece una colección de veinticinco tomos, mínimo. Lo amo. Tanto. Tantísimo.

Una anécdota, y me callo.
Año 1999. Yo diecisiete, el cinco, apenas. Plaza en Puerto Madero (que lo llevábamos al río invariablemente los días de viento y frío, también merece un apartado especial).
Conseguimos una hamaca! Corrimos (yo más desesperada que él, obvio). Lo siento, lo acomodo y le indico que se agarre y se sostenga y no se caiga y tenga cuidado y no se mueva mucho... me mira. Me callo.
Mientras levantaba la hamaca con él arriba, oigo a un padre llamando a su hijo por el nombre. Me quedo inmóvil.
Si había algo que nunca hubiera sospechado, es que alguna otra persona en el mundo se pudiera llamar como él. Amo su nombre, pero es raro. Especial. Como él...
Absorta y quieta, asistiendo a la caída de todos mis postulados respecto del nombre y sus posibles tocayos, un chaparroncito de voz grave y dulcísima me increpa:
-daaaaale, me podés hamacar?
-si... pero viste? (medio lenta en la prosodia) hay un nene que se llama como vos...
-hay mil perros que se llaman como yo. Me podés hamacar de una vez?

El resto del mundo sobra.

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